Debemos apostarle a un nuevo modelo educativo que enseñe a los colombianos que la guerra no es negocio y que la paz es un derecho constitucional.
Los colombianos no estábamos listos para los Acuerdos de Paz que súbitamente se nos vinieron encima. Y no lo estábamos porque jamás fuimos educados para vivir tolerantemente. Por ello algunos dudan de su pertinencia, los rechazan abiertamente o consideran que se cedió mucho, pese a que jamás el Estado fue capaz de derrotar a la guerrilla en largos años de continuado esfuerzo de aniquilación, condenado por unos y ensalzado por otros.
La preferencia por conservar la atmósfera de guerra parece bien marcada en Colombia. Se dio en los siglos precedentes, se puso de presente en nuestros días y perdura más o menos inalterado hasta la fecha.
Casi 200 años de vida republicana independiente; pero más de 200 con el dedo en el gatillo, en un pavoroso cuadro de puja por el exterminio fulminante del contrario. Refulgentes medallas en el henchido pecho de los vencedores; lacerantes grilletes para los vencidos en el humillante rincón de los panópticos. Careciendo el cierre de nuestros conflictos armados de la “garantía de no repetición” que hoy transforma nuestro convulsionado escenario, el ciclo de victoria y derrota, rencor y venganza, se repetiría incesantemente de generación en generación.
De lo previsible y típico de esos múltiples conflictos armados nacionales y regionales sostenidos hasta mediados del Siglo XX, se pasa a la modalidad atípica de la resistencia de compatriotas que sintieron la dolorosa exclusión social y optan por la lucha armada en varios grupos guerrilleros, de análogos propósitos pero diferentes estilos y estrategias, y que irrumpen en la década de los años sesentas. Aquí y en varios países, los revolucionarios quisieron replicar el triunfo exultante de Cuba pero por innumerables factores no pudieron capturar el poder.
El medio siglo posterior sumió progresivamente a esos grupos en sensibles extravíos respecto de las orientaciones ideológicas y altruistas originales; en una peligrosa confusión sobre la apelación a todas las formas de lucha, caen en el abismo de implantar el terror y de su financiación mediante el vituperable secuestro extorsivo y el narcotráfico internacional. Terminó por borrarse todo respeto humanitario por el compatriota combatiente y la más mínima compasión hacia cualquier ser humano inocente y generalmente al margen del conflicto armado.
En esa incesante vorágine de violencia, nos llegan los acuerdos de paz, como una inmensa necesidad largamente insatisfecha, con la nitidez de su maravillosa idea central, pero con la densidad de unos textos diseñados para eruditos y no para un pueblo que pronto cayó en las redes de la confusión provocada por la hábil propaganda política de quienes no los propiciaron ni los apoyarían después.
Se arribó así a la imprudente aventura plebiscitaria del 2 de octubre del 2016, y la mayoría se pronunció por la continuación de la guerra perfecta y no por el experimento perfectible de la paz. Resultado sorprendente en el país y en el exterior, seguido del lánguido entusiasmo en la opinión pública ante hechos históricos como el de la impactante entrega de las armas por el grupo guerrillero que firmó con convicción los acuerdos en La Habana. Apatía sobreviniente al proceso, que quisiéramos entender apenas como eminentemente coyuntural.
Para asimilar la idea, para algunos tan difícil, de que una situación de paz es mejor que la de conflicto armado, tendremos que acometer la inmensa tarea de despojarnos de los valores negativos que nos mantienen aferrados a la guerra y, mediante un audaz y nuevo modelo educativo descontaminado de dogmatismos e intolerancias supérstites, enquistados algunos desde la Colonia, podremos reemplazar aquellos por otros valores tutelares que hagan deseable la paz y permitan arraigarla. Un modelo pedagógico que enseñe al niño, para que de adulto entienda y practique esa máxima constitucional, que la paz es derecho y deber de obligatorio cumplimiento.
Desde el Observatorio de Paz de la Universidad Libre registramos con interés la celebración de importantes foros. Así, el reciente II Congreso Internacional de Ciencia y Educación para el Desarrollo y la Paz en la Universidad de Antioquia que dedicó algunas de sus juiciosas reflexiones a aquellos significativos temas, en el ánimo de influir en las respectivas Políticas Públicas.
Y es que en un país de protuberantes desigualdades, la educación libre en todos los niveles, por igual en campos y ciudades, sería la mejor herramienta para reducir la brecha social. Así podrían contrarrestarse los feroces ataques contra los acuerdos de paz y sus instrumentos.
Exigencias rutinarias en las instituciones educativas no deben apartarlas del foco principal que les permita educar tempranamente para la reconciliación, particularmente en función de las nuevas generaciones.
Educar con alta calidad y específicamente para la paz nos permitirá a los colombianos la trasmutación de nuestras mentes para cambiar significativa y establemente nuestro entorno de pugnacidad irrefrenable. No podría entenderse de otra forma el grande y cuotidiano esfuerzo de educar.
*Director Observatorio de Paz Universidad Libre