No hay duda de que los tiempos no alcanzaron para que la paz arrancara a buen ritmo. En apuros frente a su implementación, pero con disímil pesadumbre, se han visto en los últimos meses al Gobierno, al Congreso y a la Corte Constitucional.
Algunas intensas polémicas en relación con la JEP, fundamental en la administración de la justicia transicional, la reparación a las víctimas y la participación política de antiguos guerrilleros, hicieron que la paz casi naufragara en la vorágine electoral que se avecina. A último momento, se salvó y ya comienza a andar con paso seguro.
A muchos políticos convinieron las dilaciones deliberadas o accidentales; no así al nuevo partido político Farc, que ha venido reiterando su impaciencia. En el país, el ritmo lento ha desconcertado a todos y desanimado a algunos. La avalancha de las elecciones para renovar Senado y Cámara se atravesó con ímpetu y su inevitable estridencia, que no coincide siempre con el real entusiasmo ciudadano, también acalló el tema fundamental: la paz.
Las campañas, en general, se debaten a niveles bajísimos, que contrastan notablemente con la altura del supremo valor de la paz y por eso, quienes las adelantan, saben bien que ella no vende ni es popular en semejante mercado electoral.
Las campañas son, cada vez más, empresas unipersonales o familiares de inmensas, grandes o medianas inversiones. Semejantes desembolsos multimillonarios hay que redimirlos prontamente por todos los medios posibles y allí se abre la primera puerta al clientelismo y a la corrupción. No son ya campañas en las que se resuman la filosofía y propuestas de un partido político. En Colombia, los partidos dejaron de inspirarlas o de orientarlas. Tal vez, porque ellos mismos no tienen claridad ideológica, ni existen programas diferenciadores en casi ninguna colectividad.
Vendrán, bien pronto, las campañas por la Presidencia de la República; pero las posiciones de los candidatos frente al tema de la paz ya son tan conocidas por la inmensa mayoría, y tan polarizadoras en algunos casos, que exponerlas de nuevo sería caer en el abismo irreversible del desgaste y ninguno está interesado en semejante riesgo. Pero, contrario a lo que muchos temen, consideramos que a partir de agosto y cualquiera que sea el Presidente, sin importar el signo que lo distinga, se verá en la necesidad de implementar a buen ritmo la paz, pues ningún Gobierno arriesgará su prestigio desacelerando lo previsto en los Acuerdos ajustados del Teatro Colón y con las significativas modulaciones introducidas por la Corte Constitucional.
Nadie, que se entienda bien, “hará trizas los acuerdos” que, por lo demás, no conllevan finalmente cambios lo suficientemente drásticos como para combatir de forma efectiva la histórica inequidad de nuestra sociedad, aunque varios de sus puntos marquen orientaciones para aminorar los factores que históricamente han exacerbado nuestros grandes conflictos sociales, económicos y políticos.
No es previsible que se insista en retrotraer la situación a décadas anteriores, apelando a superadas visiones de exterminio que algunos celebraron cuando el país tenía la sensación de que la lucha armada ilegal lo estaba acorralando. Ya en el 2018 no hay fuerzas guerrilleras, salvo el grupo supérstite y tozudo del Eln, que exhibe un comportamiento terrorista a falta de ideario político claro y altruista. Persiste, igualmente, el narcotráfico y los grupos armados ilegales y de delincuencia común. A todos ellos les debe estar reservada la firme acción preventiva y represiva del Estado, salvo que el Eln se avenga prontamente a negociar con el Gobierno y por fin se comience un dialogo sistemático y duradero para acabar con su acción armada.
La corrupción, fenómeno universal y muy antiguo en Colombia, se fue enquistando y sin duda se catapultó desde los ochentas, cuando el narcotráfico internacional comenzó a extender aquí sus tentáculos. Enredó a muchos políticos, a funcionarios públicos, a jueces, a empresarios, a fuerzas armadas y, desde luego, a los grupos ilegales alzados en armas. En forma irreversible en muchos casos. Y desangró al país. Una tragedia nacional que aún vivimos. La institucionalidad ha sido una clara damnificada de semejante embestida.
Removido ya el espectro del conflicto armado con las Farc, la corrupción lo reemplazó en la atención ciudadana. Será necesario que, sin bajar la guardia frente a la lucha contra este flagelo, la etapa postelectoral permita que la paz ocupe lugar prioritario en la opinión pública y en la acción oficial, y que se comience a entender la implementación de los Acuerdos como una Política de Estado y no de un particular Gobierno.
Desde el Observatorio de Paz de la Universidad Libre mantenemos el optimismo de que la paz está por el momento aplazada pero no vencida y ya estamos investigando para contribuir a que en Colombia diseñemos entre todos una educación específica que algún día sea Política Pública y enseñe a entender la paz como nuestra única forma viable de vida.
*Director del Observatorio de Paz de la Universidad Libre