El reconocimiento del Estado Palestino es la reafirmación del compromiso con la paz en Colombia y en el mundo.
Si pudieran compararse dos conflictos armados tan disímiles, el del Medio Oriente y el colombiano, podría apreciarse la inmensa celeridad con la que en apenas un lustro nuestros complejos instrumentos de paz pudieron suscribirse y establecerse las nuevas instituciones para desarrollarlos. Veríamos también con nitidez que la vía negociada es la mejor para alcanzar la superación de controversias largas y enconadas. Es el modelo que ya Colombia comienza a proyectar en las naciones y regiones que aun arden en inextinguibles llamas.
El conflicto entre judíos y palestinos es viejo, tiene más de 70 años. Muchos intentos ha habido para encontrar su solución negociada en estas últimas siete décadas, aún con activo acompañamiento internacional al más elevado nivel, pero ninguno de ellos ha podido fructificar para sofocar del todo ese incendio. Altos niveles de intolerancia, fanatismo, terrorismo, despiadada violencia, han causado impresionante cúmulo de sufrimientos, muertes, crecientes asentamientos en zonas ocupadas, desplazamientos, pérdidas materiales y creciente exacerbación.
En lo que atañe a la región del conflicto contemporáneo, sus antecedentes pueden detectarse desde que el imperio otomano fue vencido al concluir la Primera Guerra Mundial. La Sociedad de las Naciones le dio entonces a la Gran Bretaña un mandato para que se hiciera cargo del tema palestino y propusiera soluciones para conjurar el problema. Las propuestas no lograban superar las posiciones enfrentadas de judíos y palestinos y finalmente el Reino Unido resolvió endosarle el asunto a las Naciones Unidas. Tras de acalorados debates y presiones, la Asamblea General de la ONU aprobó la Resolución 181 de 1947, aceptada jubilosamente por los judíos que soñaban con poder establecer el “hogar nacional judío” y en erigir un Estado con capital en Jerusalén, pero rechazada con explicable recelo por los árabes que sentían sus intereses severamente amenazados por la partición planteada de Palestina.
Se creó por entonces el Estado de Israel que prontamente fue admitido como miembro de la ONU y el rechazo árabe condujo a la primera guerra civil entre árabes y judíos en 1948. Desde entonces el conflicto armado persiste. En la Guerra de los Seis Días en junio de 1967, por ejemplo, Israel logra doblegar rápidamente a los sorpresivos atacantes árabes. De la victoria de sus armas se desprende la toma de importantes territorios a los árabes, e Israel, contraviniendo lo que prescribe el Derecho Internacional, considera suyos los territorios conquistados por la fuerza a sus vecinos: La zona de Gaza a Egipto, las alturas del Golán a Siria, Cisjordania y la parte oriental de la ciudad de Jerusalén a Jordania.
Jerusalén, considerada sagrada por las tres religiones monoteístas del mundo, que dicho sea de paso son las que paradójicamente tanta intolerancia, fanatismo y guerras han desplegado en la historia, ha sido una ciudad que por su carácter sacro ha gravitado poderosamente en el fondo del conflicto. Por ello ha sido tan sumamente retadora y contraria a las salidas de paz en la región, la desafortunada decisión unilateral del Presidente Trump de reconocer a Jerusalén como capital del Estado de Israel y su consiguiente decisión de trasladar allí la Embajada norteamericana de Tel Aviv donde desde hace muchos años funcionan todas, entre ellas la nuestra. Y esperemos que autónomamente continúe allí.
Bien ha hecho Colombia, así sea con notable rezago, en completar el cuadro de los países suramericanos y reconocer al Estado Palestino como una contribución a la paz. No podía haber sido de otra manera. Siempre resultó algo incongruente que en la década de los noventas se hubiera recibido una representación diplomática palestina permanente en Bogotá, que años después se hubiera elevado a la categoría de Embajada, pero sin que en ninguno de esos afortunados episodios se hubiera producido el obvio reconocimiento del Estado Palestino que ahora se ha hecho explícito. Y tampoco era consecuente la posición colombiana, al haberse abstenido en foros internacionales en tantas votaciones favorables a la paz en esa región, en lugar de votarlas afirmativamente.
El Estado Palestino ha sido ya reconocido por cerca del 70 por ciento de los miembros de la ONU, lo cual significa que con Colombia son ya 136, de los 192 países de la Organización. En Hispanoamérica solo faltan por hacerlo México y Panamá. Por lo demás, hace varios años se aceptó para Palestina en la ONU la calidad de Estado Observador no Miembro de esa Organización.
El entonces Presidente Santos y su Canciller Holguín participaron su decisión de reconocimiento unos días antes del 7 de agosto a sus respectivos sucesores, quienes entonces no la objetaron. Era explicable que estos últimos más bien la alentaran porque le evitaría al nuevo Gobierno sufrir luego presiones, en caso de querer otorgar el reconocimiento a los palestinos. Las mismas presiones que Santos hubiera tenido que soportar de haber tomado su decisión en otro momento cualquiera de su administración. La comunicaron al Ministro de Relaciones palestino y al Secretario General de la ONU. Se anunció en Colombia a través de la Embajada Palestina.
Constitucionalmente, el Presidente en Colombia es el Jefe de las relaciones exteriores del país. A ninguna persona u organismo debe supeditar sus decisiones políticas en la materia. La revisión o examen que se ha anunciado por el nuevo Gobierno puede no tener más alcance que el de buscar algún impacto mediático que simule un descontento con la decisión de Santos, más frente a Israel y a los Estados Unidos que domésticamente. Ojalá no sea una especie de presentación de excusas por haberse tomado en Colombia una decisión soberana. La Comisión Asesora, cuya pronta convocatoria se ha anunciado, no es preciso consultarla para adoptar determinaciones de política exterior, menos cuando ya están tomadas. Pero el Jefe de Estado puede escucharla sin que su concepto lo obligue en ningún caso.
No se ve por tanto cuál es la desinstitucionalización de la que ha hablado por “twitter” la señora Vicepresidenta, incursionando en órbitas que no parecen las de su competencia; ni se explican las nerviosas observaciones del nuevo Canciller, tan recién llegado al sofisticado mundo de las grandes decisiones internacionales, sobre una determinación que más bien debería alegrarlo, en lugar de estar temiendo eventuales consecuencias negativas o, lo que es peor, hablando de que es “prioritario mantener las relaciones de cooperación con sus aliados y amigos”. Porque los nexos con todos los Estados con los que Colombia tiene relaciones diplomáticas son, al menos en teoría, igualmente importantes y susceptibles de estrecharse, incluidos desde luego los que mantiene con Israel y con los palestinos árabes del ya reconocido por Colombia Estado libre, autónomo e independiente. Reconocimiento que es desde luego y por fortuna irreversible, salvo que se optara por hacer el más grande ridículo internacional al reversarlo.
Esa es precisamente la delicada labor que le corresponde a un Canciller y no debe por tanto angustiarse y publicitar priorizaciones en materia de amistades internacionales.
Lo que sí debiera ser reversible son las altaneras e improcedentes manifestaciones del Embajador de Israel en Bogotá al estimar que no solo la determinación oficial ha debido participársele con suficiente antelación sino que esa decisión soberana es una deslealtad con Israel y, en sus palabras, “una bofetada” del Gobierno amigo de Colombia. No hay tal. La soberanía, desplegada en el momento en que cualquier Estado decida ejercerla, no riñe con los anhelos universales de que judíos y palestinos solucionen sus viejas diferencias y dejen de protagonizar una confrontación tan tremendamente cruenta.
Su gestión diplomática en Colombia hubiera podido servirle al intemperante representante de esa nación para observar atentamente lo que un país tan nuevo como el nuestro ha conseguido hasta ahora en el terreno de la paz. Y ese es justamente el mensaje que el saliente Gobierno ha querido trasmitirles a ambas naciones amigas con el reconocimiento del Estado Palestino. Los paradigmáticos avances colombianos en materias de paz no tienen que limitarse a nuestras fronteras sino que podrían extrapolarse, en lo mucho que de positivo tienen, a otros pueblos en conflicto que seguramente no encontrarían su feliz culminación en una guerra perpetua sino en una actitud de tolerante respeto y de afirmación de la institucionalidad y del derecho. Es el marco insustituible de toda paz negociada, de toda paz perdurable.
Ello contrarrestaría la evidente debilidad en los mecanismos pacificadores de los organismos y la pusilanimidad de la comunidad internacional en su conjunto, en particular de parte de las más grandes potencias mundiales, llamadas desde siempre a deponer intereses egoístas y corregir posiciones equivocadas, a fin de propiciar el pronto fin de la absurda y prolongada tragedia que viven esas dos naciones, por igual amigas de Colombia.
*Director del Observatorio de Paz de la Universidad Libre