Ante la crisis de los partidos tradicionales, urge el nacimiento de una colectividad que defienda las banderas de la paz en un escenario de mucha incertidumbre.
En el país puede advertirse un sentimiento, por ahora algo vago o desarticulado, en favor de la creación de un nuevo partido político democrático que satisfaga realmente las aspiraciones aplazadas o frustradas de muchos. En efecto, sucesivos episodios de la vida púbica han ido dejando un creciente sedimento de desconcierto y decepción ciudadano en el que se mezclan aflicciones de orfandad ideológica y de frustración ante la conducta de algunos dirigentes, como aconteció ahora en el Partido Liberal.
De la posibilidad digna de constituirse en pieza fundamental de una oposición constructiva, inspirada en los principios de su formidable ideario filosófico y en grandiosas ejecutorias progresistas a lo largo de su historia, pasó hoy a convertirse en una colectividad contradictoria e ignominiosa, sometida frente a las directrices de la derecha extrema. Ello equivale a extenderle partida de defunción como partido autónomo. Todo ello a cambio de oprobiosas cuotas burocráticas para unos cuantos o para sostener el dudoso prestigio político del prestidigitador de los pactos de entrega secretos quien, desdeñoso del lugar que pueda ocupar en la historia, abandonó a su suerte, con el deplorable resultado conocido, al candidato oficial del liberalismo, quien fuera protagonista notable de los acuerdos de paz.
Se confirma de tal guisa la erosión irreversible de los partidos políticos tradicionales; el divorcio entre electores y dirigentes; el carácter exclusivamente parlamentario de los partidos, que eligen sin cortapisas a los dirigentes de la colectividad de la que están ausentes los genuinos intereses y las expresiones concretas del pueblo; todo ello hace nugatoria nuestra democracia en el esquema actual. Más allá de la mera adulación en el impúdico desfile de los oportunistas del día, preocupa la virtual extinción de nuestro sistema de partidos, inmersos en incondicional obsecuencia, porque ella denota insistente tendencia hacia un régimen de partido único, con las graves implicaciones institucionales que supone.
La democracia requiere de una oposición vigorosa y con plenas garantías. Que se distancie, por ejemplo, de la decisión del saliente Senado al acoger sin escrúpulos las disposiciones propuestas por el Centro Democrático para complementar la ley de procedimiento de la JEP y desfigurar su esquema. Las dos normas son débiles por su presumible inconsistencia constitucional y nimbadas de cierta demagogia frente a las fuerzas armadas. Estas no las estaban pidiendo, en la medida en que más bien las desfavorecen frente a la justicia transicional, tal como está concebida, ante la cual habían formulado miles de solicitudes para acogerse prontamente a esa jurisdicción. Con la maniobra parlamentaria puede ocurrir que muchos de esos individuos tomen el sendero equivocado que no los conduzca a contar la verdad, supuesto fundamental de los beneficios de la JEP y de la consolidación de una paz perdurable, y que se precipiten así en incierto y peligroso abismo.
Pensar en una oposición cohesionada supone encontrar los varios puntos de convergencia de las diversas corrientes políticas, primordialmente de centro, que conformaron la alianza expresa o tácita, que logró la nada deleznable suma que superó los ocho millones de votos en la segunda vuelta para la elección presidencial.
Un punto de identificación, por ejemplo, es su repudio a la continuidad ahora de un régimen que buscó perpetuar la guerra de exterminio ad infinitum, con la muerte de miles de compatriotas de todos los bandos combatientes; con innumerables victimas que esperanzadamente aspiran a conocer la verdad de lo acontecido y a la reparación consiguiente; con millones injustamente desplazados, de estéril derroche de recursos que habrían podido destinarse a mejores fines y del fortalecimiento al impulso de la intensificación del conflicto armado de disímiles e incontrolables intereses amparados por el narcotráfico o el paramilitarismo supérstites.
Probable secuela tardía de esos flagelos es el exterminio que se ha venido desatando en los últimos dos años y medio, y que ha producido en ese lapso el asesinato de 311 defensores de derechos humanos y líderes sociales, la mayoría vinculados al conflicto medular y largamente irresuelto de la tierra, cuya solución integral constituye uno de los puntos centrales de los vilipendiados acuerdos de paz. Las multitudinarias “velotonas” en plazas colombianas y del exterior son elocuente testimonio del hondo rechazo ciudadano a este horror y la esperanzada solicitud al Estado para que adelante oportunamente y hasta su culminación las investigaciones y proteja suficientemente a los líderes amenazados o en riesgo.
Otro punto de convergencia en ese frente de potencial oposición sería el muy significativo de continuar interpretando que la paz no es solo la ausencia de guerra sino que es la búsqueda incansable por ampliar y perfeccionar la democracia representativa, descontaminándola al máximo de la corrupción que la asedia. La resuelta solidaridad social para lograr por esta vía la consolidación y disfrute por todos de los derechos sociales, económicos, políticos, culturales y medioambientales. La drástica reducción de la inequidad, de la extrema pobreza, de la discriminación en todas sus formas. La búsqueda de la creciente participación política de todos los sectores en las grandes decisiones. La indeclinable afirmación de nuestra soberanía nacional.
Un frente opositor que pueda devenir con el tiempo y el esfuerzo concertado y jalonado por líderes que coincidan siempre con el sello democrático que anime al grupo, en un vigoroso partido de estirpe socialdemócrata, por ejemplo, en el que la democracia y el socialismo sean conceptos simétricos e igualmente dignos, valiosos e inseparables y que con ellos se erija en una alternativa viable de poder que englobe a la juventud y a todos los sectores afines a una paz con justicia social.
Cuando en Europa después de la Segunda Guerra Mundial surgieron los partidos socialdemócratas que perduran hoy con fuerza en varias naciones, ya se había hecho claridad plena acerca de la abismal distancia que los separa de la concepción marxista ortodoxa. La socialdemocracia es reformismo democrático, tiene compromiso indisoluble con la democracia representativa y acepta que su desarrollo solo cabe dentro del sistema capitalista, con respeto por la propiedad privada y por la acción benéfica del estado interventor, incluso con sus políticas tributarias para que exista equidad. Mucho de ello se advertía en los mejores momentos del liberalismo colombiano y está consagrado en la Constitución de 1991. Nada tiene que ver, por tanto, con el comunismo; son intencionadas fantasías de nuestro macartismo criollo y de su eficaz propaganda política al mejor estilo de Goebels.
*Director del Observatorio de Paz de la Universidad Libre